El hombre que hizo del humor una ciencia

Levanto el teléfono y una voz ya  cotidiana me pregunta con una curiosidad casi infantil. “¿Pueden anunciarme en el periódico la peña de este mes en el Museo Na­poleónico? La gente en la calle me pregunta y quiero que todos sepan la fecha y los invitados, entre los que estará, como siempre,  Jesús del Valle (Tatica)”. La voz rápida, vertiginosa,  es la de Carlos Ruiz de la Tejera y quien no la identifique —algo que  era casi imposible en este país— podría pensar que se trataba de algún nuevo  artista  empeñado simplemente en darse a conocer.

Pero no. Era un hombre que quizá no tenía plena conciencia de que ya en vida era no solo una leyenda del humorismo sino también de la actuación; sus monólogos, sus chistes, sus bromas, nacidas de un profundo conocimiento de las problemáticas más agudas  de la sociedad y de la idiosincrasia cubanas, habían pasado de generación en generación,  convirtiéndose en un testimonio irrebatible  de los distintos momentos atravesados por  este país durante varias décadas.

 

Premio Nacional del Humor en  el 2006, Carlos Ruiz de la Tejera, fallecido este sábado en La Habana a los 82 años, subió a los escenarios más importantes de la isla, pero todo indica que para él lo realmente valioso  era el intercambio directo con las personas, con el público, como si supiera que sus llamados de atención calaban más hondo cuando podía mirar de cerca a los ojos.  Eso lo saben muy bien los que acudían los últimos sábados de cada mes, casi con puntualidad religiosa, a la peña que este ingeniero devenido actor realizó por más de 20 años  en el Museo Na­poleónico, de La Habana.

Sus amigos, sus fanáticos, sus admiradores, se sorprendían mu­chas veces por la enorme devoción que mostraba hacia este espacio donde creaba un ambiente íntimo y privado y abría las ventanas al humor osado e inteligente ,  para  aflojar las tensiones y aliviar el estrés. Cuando llegaba al escenario lo hacía con una capacidad ex­traordinaria para conectar con el público desde el primer instante. Con sus inolvidables gestos, con su voz, con las marcas de las arrugas sobre su piel, con sus increíbles capacidades histriónicas, establecía una comunicación tan certera con el público que parecía que conocía de toda la vida a cada uno.

Carlos Ruiz, quien también incursionó en el cine  con sus personajes  en filmes emblemáticos como Los So­brevivientes, La muerte de un burócrata o Las doce sillas de Tomás Gutiérrez Alea, se entregaba a la actuación como si esa fuera su única manera de salvarse. De apaciguar el enorme caudal de sus inquietudes creativas y sociales. De demostrar  que un pequeño gesto, una pequeña frase, podía alegrarle  el día  a cualquiera.

Subía al escenario con una autenticidad única, con un sentido visceral del hecho artístico, con una fuerza enorme  para producir y producirse emociones.

Porque indudablemente él también formaba parte inexorable de la trama que mostraba al público. Con su rostro, a veces una fortaleza inexpugnable, a veces  una efectiva  caricatura,  sentó las bases de una escuela de actuación que perdura hasta hoy, una escuela que ha enseñado que el artista,  y en este caso el humorista, debe ser sincero, honesto, inteligente y no puede recurrir a la broma fácil, a la burla, al burdo chiste que pone la mirada sobre los defectos o problemas de los demás, para consagrarse y hacerse popular.  Lecciones que deberían aprender muy bien aquellos humoristas que hacen ola en los centros nocturnos con bocadillos que a veces, por vergüenza, nos hacen bajar la mirada.

Grande donde los haya, Carlos Ruiz de la Tejera, como se dijo, era una escuela de actuación en sí mismo.

No hacía concesiones para alcanzar los aplausos o potenciar el brillo de la popularidad. Cada presentación suya provenía de un mi­nucioso estudio, de un intenso análisis para que cada una de las palabras alcanzara el mayor peso posible y despertara la atención hacia aquellos temas que el actor consideraba re­levantes. Por ejemplo ¿quién no recuerda aquellos  famosos monólogos sobre La jaba, como se conocía popularmente, sobre las tribulaciones del transporte público, los  agotadores “camellos”, la insufrible  burocracia, o las largas e históricas  colas? En resumen, todo aquello que ha definido de alguna forma la identidad de los cubanos y que él como nadie logró descifrar sin  acudir al facilismo y a los resortes más burdos del “humor”.  Ahí está su obra que nos recordará siempre que en Cuba existió un  genio llamado Carlos Ruiz de la Tejera, que hizo de la actuación y del humor una ciencia irrepetible. 

(Tomado de Granma)

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