Los poetas de la guerra

Como un convite destinado a salvar «todo lo que pensaron en nuestros días de nación los que tuvieron fuego y desinterés para fundarla», definió José Martí a Los poetas de la guerra. Colección de versos escritos en la guerra de independencia de Cuba, compilación a la que figuras valiosas como Serafín Sánchez, Fernando Figueredo, Néstor Carbonell y él mismo se consagraron con fervoroso deleite en la lejana Nueva York, hace 125 años, y que acaba de ser reeditada por Ediciones Boloña.

Intuición y veneración hacia el pasado glorioso que él trataba de reconstruir e interpretar, antes de prender la llama que relanzaría el ansia de patria y libertad, se instalaron en el horizonte martiano.
No cuesta imaginarlo, con irredimible entusiasmo, indagando, escribiéndole a los protagonistas o testigos posibles de tales acontecimientos, en aras de la mayor exactitud en lo transcrito, puesto que, salvo en los casos en los cuales los autores tuvieron la precaución de conservar sus apuntes, aquella poesía permaneció en el ámbito de la oralidad y del recuerdo.
Tampoco es cosa de fantasía suponer sus dedos con prisa transcribiendo este y aquel verso, o auxiliando al generoso boricua Sotero Figueroa en su taller, a la lumbre tenue en mitad de la madrugada, componiendo las letras de plomo, indicando tipografías y capitulares, seleccionando las viñetas más sobrias y hermosas… para asistir al milagro de ver emerger, entre tanta fría máquina, los cuadernillos, cálidos al tacto y con aroma de tinta fresca.
Se sabe que la memoria es frágil, de ahí la importancia de que esa idea con certero efecto propagandístico cuajara en forma de libro hacia 1893, por más que pareciera ímproba la labor de rescatar un puñado de prosa poética dispersa, cuando el sueño que la había animado y hecho nacer era rumor que aún tardaría en repetirse.
No es evocación nostálgica de la épica gesta, sino testimonio de una necesidad: verter en estrofas más o menos coherentes y rítmicas un sentimiento. Y sabedores de que más que el continente importa el contenido, comprendemos que «[…] la poesía de la guerra no se ha de buscar en lo que en ella se escribió: la poesía escrita es grado inferior de la virtud que la promueve; y cuando se escribe con la espada en la historia, no hay tiempo, ni voluntad, para escribir con la pluma en el papel. El hombre es superior a la palabra». Eso alertaba en su prólogo el Apóstol, preclara observación que los lectores de hoy tampoco debemos perder de vista.
El desbordado patriotismo, la veneración a la madre ausente o a la esposa distante, la dramática apelación al contrario, el encomio a la epopeya con su estela de héroes y mártires, debió brotar tanto en la quietud del campamento como en el fragor del combate. Además del desahogo bienhechor –patrimonio del inspirado «poeta»–, mucha falta hacía inocular en el seno de las tropas hambrientas y agotadas esas ofrendas líricas de una pureza esencial. Ánimo grande debieron provocar, sobre todo las de más depurada factura y contagioso argumento.
De ese torrente bebió el hombre que organizaba una guerra sin odios. Y como la irradiación existe, nos llega todavía el eco de su alma visionaria. Por ello la aspiración ha de ser compartir, multiplicar las resonancias entre las nuevas generaciones.
Exiguo es en verdad, entre lo aquí cantado, lo que nos ofrecen los manuales escolares, e incluso la obra de nuestros historiadores de la época colonial. Que sepamos, solamente en 1968, cuando se conmemoraban los cien años de lucha, la Universidad de La Habana reprodujo, en una tirada limitada, Los poetas de la guerra. Transcurrido otro medio siglo, en el aniversario 150 del inicio de la Guerra Grande y a 125 años de la primera edición al cuidado de Martí y un puñado de patriotas exiliados, el sello editorial de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana consideró oportuno traerla de vuelta al presente.
La que será una de las novedades de Boloña durante la venidera Feria Internacional del Libro, se remite a la edición príncipe e intenta ser una entrega casi facsimilar. Apenas se hicieron correcciones ortográficas, para ayudar al lector de hoy, y se enmendaron algunas erratas.
También, como guiño de carácter metafórico que sin duda constituye un valor añadido, presenta en la cubierta una obra del reconocido artista Ernesto Rancaño, expresamente realizada para la ocasión. En una escena cargada de simbolismo, como una especie de visión, la dama ataviada con la bandera no es otra que Cuba agradecida. Al tiempo que se yergue hacia el infinito desde la geografía insular bordeada de palmas reales, en señal de reverencia a estos próceres-poetas, empuña, a la altura de la estrella solitaria, un machete, cuya hoja ha sido desplazada esta vez por una pluma afilada.
Ojalá sirva esta preciosa antología para despertar o avivar el amor por nuestra historia, enaltecer el sacrificio que se vivió en la manigua, y al mismo tiempo justipreciar la abnegación de esos revolucionarios emigrados, seguidores del Delegado en sus afanes preparatorios de la guerra que consideró necesaria.
Inflámese el pecho ante la dicha de saberse parte de esa herencia, de ese «dulcísimo misterio» que es ser cubano.

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